viernes, 6 de noviembre de 2009

Cultura lila en Bilbao




El director del Cine Club FAS de Bilbao, Santiago Pascual, se queja en la prensa de que su sala ya no es “cool”. “Volverá a estar de moda entre los jóvenes ver y debatir sobre cine”, afirma plañideramente. Ah, ¡los jóvenes! Ese ente alcohólico, sexualmente activo y turbulento que llevan destruyendo la civilización desde la antigua Grecia, cuando Hipócrates denunciaba que “parecen no tener respeto alguno por el pasado ni esperanza alguna para el porvenir”. Y luego llegó Roma y, más tarde, el Renacimiento. Ahí es nada. Como el señor Pascual nos ha salido algo hipócrates, vamos a responderle. Con educación y sin hipocresía alguna.

La verdad, excelentísimo señor Santiago Pascual, tengo que usar un término acuñado por el recientemente desaparecido Francisco Ayala y amigotes (entonces todos jóvenes): putrefacto. Su salón de cine está putrefacto. Su cineclub vive de espaldas a la realidad encerrado en una catacumba romana de Indautxu donde, todo el mundo lo sabe, desde la máquina de café de la facultad de Bellas Artes al bedel de Bidebarrieta, lo único que se da allí es calefacción por más de cuatro euros a las señoras de abrigo y pelo lila que son, en realidad, las mecenas culturales de la ciudad: lo mismo llenan su sala de asientos de madera, que la cinemateca del Bellas Artes, que acuden a las charlas poéticas de ese Círculo Artístico que se va convirtiendo poco a poco en triángulo y acabará en un punto que se expandirá infinitamente en el universo hasta enfriarse.

Mientas tanto, señor Pascual, si usted acude a la filmoteca de Cataluña o, siendo más modestos, a la de Valladolid y Santander, verá a esos mismos jóvenes que no asisten a sus proyecciones y a sus soporíferas charlas llenar de bote en bote las salas para ver clásicos también en V.O.S. y darse collejas por entrar primeros a disfrutar del Potemkin y de lo que les echen: desde Tarkovsky a Woody Allen, de Louis Malle a Billy Wilder. ¿Dónde está el problema? Quizá en que esas ciudades han soslayado el problema de lo putrefacto refrigerando la carne, haciendo que la cultura no parezca una cuestión genética o prohibiendo por decreto el pelo de color lila en sus salas. Se podría empezar por ahí. Se podría abrir las puertas del salón El Carmen para que entrara el aire y apagar la calefacción en verano.

Esta ciudad tiene vocación de aldea gala. Hubo un momento en que pareció que con la llegada del Guggenheim se iba a convertir en la tercera ciudad española más conocida, y por ahí apuntó gente más inteligente que la que ahora rige, pero que, o tristemente están muertos, o han volado fuera de la jaula. Escapar del cementerio parece ser el objetivo primero del que tiene vocación. Qué triste. Si propones lanzar ‘Bilbao’ como un nombre, como una marca que brille a la misma altura de Madrid o Barcelona, como una ciudad abierta para mentes libres donde el cine, los museos, las librerías, los espacios de creación y debate no tengan el áspero olor de lo podrido, te dirán que llevas una boina en la cabeza. La boina, señores, es darle la espalda a lo que podríamos ser mientras la vida cultural de nuestra ciudad se muere sin remedio.

Nuestros poetas y escritores rehúyen las asociaciones artísticas; los amantes del cine se refugian con sus amigos en casa y ven ciclos en deuvedé; los que degustan el arte no andan mal servidos, es cierto, pero a veces ante apuestas algo amojamadas suspiran por recorrer los arriesgados museos ¡de León! No hace falta mirarse en ciudades imposibles de alcanzar por demografía, sino en otras más pequeñas que nos adelantan y nos dicen adiós con la mano, mientras seguimos aquí en el viejo 600 abrazados todos en torno a nuestro bardo municipal, a nuestras lecturas poéticas con papagayos, a las sesiones de cine para la tercera edad.

Tienen ustedes una próspera y viva ciudad que está esperando nada más encender las luces de largo alcance. ¿Qué están haciendo con ella? La han convertido en un nido de ferias semanales folk donde el olor del tocino y la morcilla frita impide que la gente pueda salir los domingos de casa a las galerías de arte (y son excelentes) o concentrarse con un libro en casa. ¡Ese olor putrefacto asfixia el pensamiento! Aquí la única realidad son los chistes de la televisión: el bilbainito borrachín de camisa de cuadros que no puede ligar porque en realidad lo que le falta es el don de la palabra, y la palabra no se ejercita desmochando troncos con la cabeza, sino abriendo espacios de diálogo y no cerrándolos por banalidades, aforos limitados y excusas. Si la gente joven no se encuentra, ¿cómo y de qué van a hablar y forjar un futuro?

Y señor Pascual, ahora perdóneme, usted y su cineclub no tienen la culpa. Dice el escritor y biógrafo de la contracultura Victor Bockris que nos hace falta otra. La primera, lo recuerdo, se empezó a forjar cuando ciudades portuarias entonces de medio pelo como Hamburgo abrieron lugares para que músicos como The Beatles, artistas gráficos y visuales pudieran trabajar en libertad. Hoy en día viven del mito, les queda la impronta. Mañana, puede ser Bilbao la que sea reconocida como una nueva Liverpool. Si hasta pequeños pueblos como Hy-On-Wye, Redu, o el más cercano Urueña en Valladolid, se han hecho un nombre internacional por su dedicación a los libros con una apuesta novedosa y abierta, ¿por qué nuestra capital no? ¿No se puede o no se quiere? ¿No será porque es más cómodo seguir toñando a los paletos, dándoles manteca de caserío, haciendo que los cineclubs sean y parezcan espacios poco ‘cools’? Inténtelo al menos, veremos si esa malvada y pervertida juventud no les sigue. Y, sobre todo, pongan un cartel en todas partes con la siguiente leyenda: “Hoy queda prohibida la entrada de pelos lila sin cerebro dentro”.

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